El Comienzo
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Un faro, el comienzo.

El Comienzo

Mi padre nunca conoció a su madre. Nunca conversó conmigo sobre el tema. Cuando trato de recordar me doy cuenta que no podría afirmar cual fue la razón. Simplemente crecí sabiendo que ese no era un tema de conversación. Era algo íntimo de los mayores.

Supe al pasar que había dejado el hogar cuando el tenía meses dejándolo con su padre -mi abuelo Víctor – y su abuela -la señora Lastenia Mansilla. De hecho, mi padre se llamó Jorge Nicolás – porque nació el 10 de septiembre- Villegas Mansilla. Lo “pasaron por el Civil” con los apellidos de su padre y su abuela. Se crio con ella. En la casa, en algún cajón, había alguna foto donde aparecía la Sra. Lastenia y el abuelo Víctor. Nunca supe mucho más. Se subentendía que era un tema sobre el que no debía andar preguntando. O yo lo sentía de esa manera.

Tengo la sensación de que cuando tenía unos 12 años escuché decir que él viajaría a Punta Arenas por negocios, pero, adicionalmente, trataría de buscar a su madre. No se habló al respecto a su vuelta o al menos yo no estuve enterado.

Fue al Colegio San Francisco Javier de Puerto Montt. Colegio gratuito fundado por curas jesuitas alemanes que llegaron a la zona acompañando la migración alemana que Vicente Pérez Rosales, según cuentan, trajo a Valdivia, donde quedaron los primeros y los más pudientes. Luego se fue extendiendo hacia el sur, con los de menores recursos, a La Unión, Osorno, Purranque, Puerto Octay, Frutillar y Puerto Montt.

De lo que alguna vez contó, recuerdo que el latín era parte de la enseñanza. El manejo de los tiempos verbales -decía – fue su mayor dolor de cabeza. Tal vez determinó sus decisiones inmediatas.

Al iniciar la enseñanza media. Entiendo que por ahí por los 13 a los15, sin permiso de su abuela ni de su padre se fue del colegio e ingresó a la Escuela de Grumetes de la Armada, en la isla Quiriquina. (Tristemente conocida después del Golpe de Estado). De allí salió como marinero sirviendo inicialmente en el acorazado Almirante Latorre, al parecer como artillero en la torre de proa. Alguna vez vi una fotografía en que aparecía con sus camaradas de armas posando encima de ella.

En algún momento conoció a mi madre Silvia Canguil- pienso que a través de mi tío Alejandro – hay una foto que aparecen juntos en una fiesta- y se casaron -ella con 20, él con 22 – era 1946. Después vinieron a Valparaíso por un período. Es de entonces la anécdota de la piña (queda para otra historia). Según contaba lo quisieron destinar a artillería. Entonces le llamaban cosacos, eran personal de tierra y al parecer de bajo reconocimiento – no los veían propiamente como marineros-.

Discrepó – lo arrestaron –. En la Armada no era cosa de disentir. Volvió a discrepar – lo arrestaron nuevamente –  así, hasta que lo destinaron a una alternativa peor: farero.

Ser farero era un trabajo muy duro. Había tan pocos marinos dedicados a eso que se contrataba personal civil para cubrir algunos lugares. Pero, por lo mismo, había más cupos en el escalafón, se podía ascender con mayor rapidez. Así llegó pronto a Sargento.

 

La isla Guafo al Sur Poniente de la isla grande Chiloé

Al año siguiente – 1947 – volvieron a Puerto Montt para mi nacimiento. Tres meses después partimos al primer destino como farero: Guafo, una isla mar afuera frente a la boca del Golfo Corcovado. A unas 8 a 10 horas de navegación desde Quellón – el puerto mas al sur en la isla Chiloé o, de Melinka, al otro lado del Golfo en el archipiélago de las Guaitecas –“paso al sur” en huilliche.

Vivimos allí dos años. Estábamos solos. En esa época -1947- los faros eran abastecidos por la “comisión”: buques de la Armada -remolcadores de alta mar como el “Galvarino” o escampavías como el “Leucotón, son los que recuerdo. Llegaban cada tres o cuatro meses trayendo víveres y medicamentos básicos para el farero y su familia e insumos para mantener el funcionamiento del faro: gas acetileno como combustible y mantos para la lámpara, carbón para las cocinas.

No tengo recuerdos de Guafo, salimos de allí cuando estaba por cumplir tres años. Eso último lo aprendí ya mayor a los 5, en la isla falsa, en Melinka.

Primera embarcación que recuerdo llegando al faro en la isla Guafo
barco

Llegamos tres y salimos cuatro. En ese período mi madre debió salir a Puerto Montt, embarazada, para el parto de mi hermana Cecilia – julio de 1948. En ese u otro viaje, se contaba, volviendo, al tratar de saltar desde la borda del “Galvarino” a la chalupa que la trasladaría a la costa, el oleaje, que hace subir y bajar a ambas embarcaciones cambiando el nivel, la hizo resbalar y estuvo a punto de caer al mar. Un oficial la contuvo sujetándola por el pelo que llevaba atado en un moño. Eran vicisitudes normales en ese modo de vida.

Esos buques no estaban acondicionados para el trasporte de pasajeros, tampoco para carga. Tenían las acomodaciones estrictas y estrechas para sus tripulantes y sus tareas de remolque o patrullaje. Al cumplir tareas de carga y pasajeros había que acomodarlos como buenamente se pudiera[1].

Volvimos a Puerto Montt, imagino que de vacaciones o porque en ese período nació mi segunda hermana, Sandra, en octubre de 1949.

Ahora éramos cinco. Iniciamos 1950 con nuevo destinó “Auchilú”. Otra isla mar afuera en el archipiélago de los Chonos, abierta Pacífico marcando una de las entradas a Aysén viniendo de alta mar. Sigue siendo faro, pero ahora es automático ya no vive “personal”. No sé cuándo cambió. Al buscar referencias encontré un documento de la Dirección de Presupuesto[2] en cuya Ley correspondiente a 1970 se otorga una asignación de zona de 115% a quienes sirvan en Guafo, Auchilú, Palena, Futaleufú y Raper.

Allí aprendí a leer jugando con unos cubos con letras de bakelita que aún conservo en mi escritorio. Mi madre los guardó toda la vida. Cuando estaba por fallecer encargó a mi hermana Cecilia, cuando estaba por fallecer que me los entregara. Tengo muchos recuerdos: el patio era techado, me viene a la memoria el sonido de la bakelita rebotando en el piso de baldosas. A la intemperie, cuando llovía, podía guarecerme bajo una nalca.

Allí mi otra hermana, Sandra, la menor, que llegó a ese faro con meses tiene una tumba. Relataban que, en el invierno, que allí dura la mitad del año o más, ella comenzó a respirar “cortito” se le hundían las costillitas y se puso morada. Pensaron que iba a fallecer. Ninguna posibilidad de atención médica. Mi padre preparó una tumba en un espacio vecino a la casa poniéndole un marco de concreto. Entre la provisión para esos meses encontraron una sulfas y se las dieron. Lentamente comenzó a recuperarse y sobrevivió. Pero quedó la tumba.

Muchos años después, ya en los 90, mi hermano menor Víctor Claudio, que nació cundo ya no éramos fareros -octubre 1957-, mientras volvía navegando con su gente de una faena pesquera paso “a la cuadra” de Auchilú. Desembarcaron y subieron  por el monte a visitar el faro. Contó en un relato que publicó, que sólo queda la torre, pero la selva recuperó su territorio y absorbió la casa, pero permaneció la tumba.

En 1952 nos trasladaron al faro Isla Falsa Melinka. Una pequeña península que con marea alta se convertía en isla, por eso lo de isla falsa, a un par de horas a remo – en esos años- de Melinka (La más querida o la más hermosa), el puerto que fundó el maderero Felipe Westhoff en 1869, cuando el ciprés salía directo a Perú y más a norte convirtiéndose en durmientes de ferrocarril.

Ahora éramos cinco; nuestros padres -28 y 26 años – nosotros los hijos por cumplir 5, 4 y 3.

Vivimos en la Isla como por un año. Estaba la casa y el faro. Este no tenía torre de concreto sino un andamiaje de metal que sostenía en alto la caseta de la lámpara. Para acceder a encenderla se subía por una escalera abierta, peligrosa cuando soplaba el viento. En la base del andamiaje había un cobertizo en el que se guardaban los tubos de gas acetileno.

La casa, sólida, emplazada en el tope de la isla en segmento plano que, hacia el norte, mirando al Golfo, terminaba en un barranco con una caída de unos 15 a 20 metros. Tenía prohibido acercarme, pero me parecía distante. 60 años después al visitar el lugar reparé en que en realidad no estaba tan lejos. Yo era muy pequeño. Del faro antiguo sólo quedan restos retorcidos, carcomidos por el óxido del o que fue su andamiaje de base, de la casa las bases y el radier de concreto.

Tuvimos tos convulsiva en esa época. Nos daban pan con ajo.

Decían que curaba la tos.

Ya no estábamos tan aislados, se podía ir remando al puerto. Cada quince días pasaba el Trinidad, buque a vapor de Ferronave, después EMPREMAR, que cubría la ruta de Puerto Montt a Puerto Aysén.

Esperaba ese vapor con gran expectación. Ya leía. Mi tío Alejandro (heredé los nombres de mi padre y mi tío) nos enviaba “Confidencias”, una revista del corazón a mi madre, a mí “El Peneca”, cuando podía, también “El Billiken”. Con ellos aprendí a hacer volar la imaginación. Es posible que allí tomara conciencia de vivir aislado. Para referirme a otras personas que llegaban a la isla navegando, como nómades del mar, usaba el vocablo local: maichiles.

Al año nos trasladaron al Puerto. Melinka tenía unos 300 habitantes fue mi primera ciudad. Tenía retén de carabineros, correo -la encargada del correo la Sra. Elena Risco me parece que también inscribía como Registro Civil, su hija la Señorita Nena – La Maestra- era profesora rural. Fui su alumno.

Recuerdo la escuela como una casa pequeña con dos salas, en una, a cargo de la señorita Nena, la primera, segunda y tercera preparatoria; en la otra cuarta, quinta y sexta.  Cada una con tres filas de bancos para separar los cursos. Como ya sabía leer, pasé por las tres filas. La Segunda sala estaba a cargo del Director:  Don René Acardi.

Muchos años después, cuando relegaron al Dr. Pedro Castillo, maestro de cirujanos, Esposo de la Dra. Taucher, padre de Ministra, a Melinka, le escribí a Don René contándole que Pedro había sido mi profesor pidiéndole por favor lo apoyara de profesor a profesor. Pedro contó en uno de sus libros que Don René le brindó la primera ducha caliente en su estadía en Melinka.

Comprendí lo que significaba la relegación allá en Melinka cuando llegaron los relegados que envió  González Videla aplicando la “Ley Maldita”.

También viví mi primera elección presidencial el 52. Los candidatos eran: Carlos Ibáñez del Campo, que resultó electo, Salvador Allende. Arturo Matte y Pedro Enrique Alfonso.

Melinka, dije, tenía unos 300 habitantes. Pienso que mi padre ofició de capitán de puerto. Descontando a la Sra. Elena, don René, don Antonio López, un español que se había asentado en el lugar y un grupo de comerciantes la mayoría se dedicaba a la pesca, el marisqueo o la madera produciendo pescado -robalo- y cholgas secas, luche en panes lo que se vendía a Puerto Montt; estacas y estacones para las viñas de la zona central.

El pueblo tenía tres sectores: el encajonado hacia el este, donde ahora está el aeropuerto, por allí estaba el correo y vivía La Sra. Elena. En su casa vi por primera vez una victrola. Era muy cerca del roquerío. Mi hermana menor se cayó por allí, se produjo una gran herida en la frente que debió cicatrizar espontáneamente con la consiguiente cicatriz que todavía se observa. Al centro, el sector de la rampla y en el extremo opuesto el estero, un lugar protegido que servía para fondear las embarcaciones.

Vivíamos cerca de la rampla en una buena casa de madera, una buena casa. Algunas casas conservaban el fogón con el clásico gancho colgado al centro a modo de cocina.

Había una iglesia, pero no cura. Los oficios religiosos los realizaba el “fiscal”, don Daniel Quedimán. Cada tanto venía un cura y ratificaba lo obrado.

A unas tres horas a remo, yendo al canal Puquitín, había un pequeño poblado, Repollal, me parece que allí la tierra era mejor para la agricultura. Muchos años mas tarde recibí en la Posta Central un paciente quemado traído de Coyhaique. Al preguntar dónde vivía, me sorprendí al saber que era de Repollal y él de encontrarse con un médico que supiera donde quedaba su tierra.

Volvimos por un año a Puerto Montt, el 53. Ingresé al Colegio san Francisco Javier, donde había estado mi padre, a segunda preparatoria. Nunca estuve formalmente en primera. Al año siguiente, nos trasladaron al que fue mi último faro: Panul

Panul ya comenzaba a ser un faro casi urbano, ahora la vecindad está poblada. Era una experiencia muy distinta de las anteriores. Me aportaba una mirada diferente del mundo

Para mi significaba una caminata de algo más de 2 kilómetros para llegar al Instituto del Puerto, en la calle 21 de mayo, donde cursé la tercera preparatoria. También comencé a asumir pequeñas tareas relacionadas con el abastecimiento diario: traer el pan, la fruta, la carne “del rancho” aprovechando la caminata.

Al año siguiente mi padre fue nuevamente trasladado, esta vez a Curaumilla, el faro ahora aparece como laguna verde en el mapa. al Sur de Valparaíso,

En esos años no había camino, se llegaba navegando desde Laguna Verde. Ya no había condiciones para ir al Colegio, yo pasaba a cuarta preparatoria, mi hermana Cecilia, cumpliría siete, también debía entrar al Colegio. Los papás tomaron una decisión, sólo iría con ellos la  menor, nosotros los dos mayores tendríamos que irnos a Puerto Montt a la casa de mi abuela materna doña Marta Canquil. Ella vivía con mi tío Alejandro en la calle Porvenir, una calle de una cuadra, entre Chorrillos y Miraflores en el barrió Angelmó, que se inundaba en los inviernos.

Aquí termina la introducción porque lo que quería ilustrar era la relación padre – hijo de entonces. Yo estaba próximo a cumplir ocho años. Al partir él me entregó un documento escrito a máquina que detallaba las instrucciones para el año y la indicación de llevar un Registro diario en un libro de novedades

Cecilia guardó algunas páginas que me permitió fotografiar.

Formado en la escuela de Grumetes, lo que conocía era la “Orden del Día” y la Bitácora. Eran las herramientas que había adquirido y con ellas trazó nuestro rumbo y nos envió a navegar por la vida.

 

JV/ agosto de 2020

[1]  https://revistamarina.cl/revistas/1971/2/ldhainautf.pdf

[2] CALCULO DE ENTRADAS. DIRECCION DE PRESUPUESTOS Folleto N° 115 – AGOSTO DE 1969. República de Chile.